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EL LINCHAMIENTO DEL INTENDENTE

Una muestra de las diferencias de trato y de las injusticias en la sociedad canaria del siglo XVIII, fue el llamado motín del Intendente en Santa Cruz de Tenerife. Un gentío de casi mil personas se manifiesta violentamente y da muerte sin la menor compasión al recién nombrado Intendente. De los hechos acaecidos caben varias interpretaciones. Es posible que haya sido algo espontáneo por parte de un sector de la población poco arraigada, que vivía del trabajo del puerto y que respondió violentamente, al saber que una persona de su clase, una criada del Intendente iba a ser castigada públicamente por éste al estar amancebada con un mulato.

Pero todos los datos apuntan a que el motín estuvo instigado por los grandes comerciantes y autoridades insulares, que vieron en la nueva autoridad fiscal y hacendística una amenaza a sus intereses. En este caso, asistimos también a un descontento de las clases dirigentes debido a los cambios de carácter centralizador producidos con la nueva dinastía borbónica y, por consiguiente,  un intento de rebeldía a las medidas tomadas por Felipe V en los Decretos de Nueva Planta. También podría ser un avance parecido a lo que ocurrió en Madrid en el reinado de Carlos III con el motín de Esquilache.

El caso fue que, allá por el año 1718, llega a Tenerife, la isla más influyente del Archipiélago, el nuevo Intendente General, cargo de nueva creación, con competencias exclusivas en materia fiscal y económica, funciones que hasta entonces ejercía el Capitán General y los cabildos insulares. El enfrentamiento estaba servido entre Ceballos, así llamado el Intendente, y la oligarquía tinerfeña.

Ceballos, aparte de ejercer pronto con celo las labores del cargo, trató de cortar por lo sano  el contrabando y el fraude al Estanco del Tabaco, ley según la cual la venta y comercio del tabaco era un monopolio del Estado. Ahora bien mucha gente relacionada con el tráfico de mercancías vivía del comercio ilegal y del “trapicheo” del tabaco y las autoridades se beneficiaban de ese negocio de variadas maneras.

Como individuo, el Intendente, al igual que su esposa, era una persona altanera, como todos los recién llegados a ejercer un cargo en el Archipiélago máxime si era de rancio abolengo familiar, y empeñado en hacer méritos. Venía con instrucciones precisas de acabar con el fraude y el contrabando. Además, decidió vivir en Santa Cruz, una ciudad que poco a poco se iba convirtiendo en el principal puerto de Tenerife, desaparecido ya el de Garachico, y en plena competencia con el Puerto de la Cruz. Este hecho, aunque parezca banal, dividió y levantó los ánimos de la aristocracia lagunera, que vio en ello un signo de menoscabar los intereses de la todavía capital de la isla.

La chispa que encendió la llama fue la amenaza del Intendente de atar a una mujer de su servicio doméstico en la vía pública por mantener relaciones sexuales o vivir amancebada con un esclavo mulato, cosa que se consideraba inmoral y además ilegal por ir contra las ordenanzas y normas establecidas. Las argollas fueron colocadas y vueltas a arrancar por la noche, lo que demuestra que había gente interesada en mostrar al Intendente lo impopular de su medida. Además, Ceballos no tenía autoridad para castigar este tipo de delitos, pues era función del Corregidor residente en La laguna.

Con estos precedentes, en el verano de 1720, dos años después de su llegada a la isla, y llegada la noche, un tropel de gente, entre activistas y curiosos rodearon la casa-palacio del Ceballos, que estaba muy cerca del Castillo y, al grito de “Viva Felipe V” y “Hombre muerto no habla”, asaltaron la casa, sacaron al Intendente a la calle y, en plena calle, a golpes y palos acabaron con él. La furia de los participantes, todos pertenecientes al populacho según la jerga del proceso, sorprendió a todo el mundo, pues a pesar de que sacaron el Santísimo y las llamadas de algunos al sentido común, nada hizo desistir a los amotinados de acabar con la vida del Intendente
Muerto el Intendente, llegaron los soldados al lugar del linchamiento cercano al Castillo, cuando ya habían desaparecido todos los manifestantes. Pronto se le hicieron al Intendente unas exequias fúnebres dignas de un representante del rey, al frente de las cuales se puso el Capitán General y regidores del Cabildo lagunero.

El hecho era grave de cara a la Corte Real  pues había que acallar cualquier sospecha de instigación o conspiración por parte de la clase dirigente isleña, así que el Capitán General ordena la detención de 24 personas, las cuales fueron procesadas y condenadas a la horca y a galeras en pocos días. Todos ellos pertenecían a los estratos más ínfimos de Santa Cruz: caleteros, (cargadores del muelle), mulatos, negros, esclavos y gente de recién arribada a Santa Cruz, que se “buscaban la vida” de mil maneras. Así terminó el motín y el Capitán General recibió felicitaciones por la rapidez con que se desarrolló el proceso.

Después de un juicio sumadísimo, doce de los condenados murieron en la horca instalada deprisa y corriendo en la plaza del castillo, y los restantes condenados fueron destinados a galeras.

Parece ser que las órdenes del Capitán General eran encontrar culpables como fuera y cuanto antes mejor, para demostrar al Rey la inocencia de los mandatarios y la culpabilidad de las capas bajas del pueblo.



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